domingo, 30 de diciembre de 2007


MÉXICO

LA MÚSICA MEXICANA DURANTE LA ETAPA COLONIAL
Durante el periodo colonial (1521-1821) la música formal floreció en torno al ámbito eclesiástico; ya en el primer cuarto del siglo XVI comenzó a penetrar en México la música culta europea, en forma de cantos litúrgicos. De manera general, puede decirse que a lo largo de esta etapa de la historia mexicana, los instrumentos más utilizados fueron la flauta, la trompeta, la vihuela, la guitarra, el clavicordio y el órgano. Los principales centros de enseñanza de la música fueron las catedrales de Ciudad de México y Puebla.
Desde los primeros tiempos de la conquista española, los eclesiásticos concedieron enorme importancia a la música en el ámbito del culto. El primer obispo de México, Juan de Zumárraga (1468-1548), aconsejaba a los misioneros que emplearan la enseñanza de esta disciplina como una vía de acercar a los indígenas a la verdadera fe y lograr su conversión. En las crónicas del siglo XVI se alude, con frecuencia, a las dotes de los indígenas para la música.
En 1524, el franciscano fray Pedro de Gante (1480-1572), que había sido miembro de la capilla privada del emperador Carlos V, fundó la primera escuela de música, en Texcoco; tres años más tarde, la institución trasladaría su sede a la Ciudad de México. En esta escuela, los indios eran instruidos en los secretos del canto llano y de la instrumentación, y los primeros alumnos difundieron sus enseñanzas a través de toda la colonia. Otros miembros de órdenes religiosas diversas, así como el clero secular que llegó al Nuevo Mundo en épocas posteriores, asumirían los métodos de enseñanza inaugurados por Pedro de Gante. En 1528 se fundó el Cabildo Eclesiástico de la Nueva España, que tenía como función principal otorgar los nombramientos de instrumentistas y cantores encargados de ejecutar la música en las ceremonias religiosas.
Veinte años después de la conquista, los indios ya componían en el idioma europeo, copiaban manuscritos y fabricaban sus propios instrumentos, a excepción de los órganos, siempre elaborados bajo supervisión de los españoles. La primera obra india que se conoce es una misa compuesta en Tlaxcala, en 1540. Siguiendo las prácticas misioneras de la época, fue surgiendo un repertorio litúrgico local, a partir de elementos indígenas.
Entre las principales realizaciones de la población india hay que mencionar la fundación de bibliotecas de música religiosa, a partir de copias de material procedente de Europa. Por otra parte, durante este siglo llegaron a México, cada vez con mayor frecuencia, compositores y músicos europeos que contribuyeron de manera decisiva a la difusión de estilos y formas musicales del Viejo Continente.
Ya en 1539 existió una imprenta en México, de donde saldrían, a lo largo de la centuria, un total de trece libros litúrgicos con música; en 1556 se publicó el Ordiunarium de la misa, la primera edición musical mexicana y, al parecer, de toda América. Los restantes aparecieron entre 1560 y 1589. No obstante, los indios no limitaron su repertorio a estos libros, sino que aprendieron también música no litúrgica: coplas, villancicos y piezas teatrales musicadas, ambientadas en la Pasión y las celebraciones de Navidad.
La mejor tradición polifónica hispana penetró tempranamente en México, primero en forma de villancicos, motetes y salmos, y, posteriormente, como parte de la misa y a través de cantos litúrgicos como magníficat y Te Deum. Las obras de maestros españoles de la polifonía, como Cristóbal Morales (1500-1553), Francisco Guerrero (1528-1599) o Tomás Luis de Victoria (1548-1611), se enviaban al Nuevo Mundo poco después de su publicación en la metrópolis; los archivos catedralicios de Sevilla o Toledo hacían llegar estas composiciones a las catedrales de Puebla y Ciudad de México.
En la catedral de Ciudad de México, el primer maestro de capilla fue Canon Juan Xuárez, elegido para el cargo en 1539, nueve años después de su llegada. Lázaro del Álamo sucedió a Xuárez en 1556. El extremeño Hernando Franco ocupó el puesto desde 1575 hasta su muerte, diez años después. Durante esta etapa, organizó un importante archivo de obras. Compuso dieciséis magníficat, que constituyen, sin duda, el mejor ejemplo de la polifonía mexicana de la centuria, y lamentaciones, además de numerosos motetes. Compositores destacados del momento fueron, asimismo, Juan de Lienas (finales del siglo XVI) o Pedro Bermúdez, maestro de capilla de Puebla a comienzos del siglo XVII.
En el siglo XVII, la ciudad de Puebla experimentó un extraordinario desarrollo musical, que alcanzó su punto culminante durante el obispado de Juan de Palafox y Mendoza (1639-1653), una etapa de notable prosperidad. Las obras de Bernardo de Peralta, autor de un magníficat que fue cantado en la consagración de la catedral poblana en 1649, y, sobre todo, de Juan Gutiérrez de Padilla, que desempeñó el cargo de maestro de capilla entre 1629 y 1664, dan testimonio de ello. Gutiérrez de Padilla está considerado como el más relevante de los compositores mexicanos de la centuria. Su música para doble coro incluye misas, motetes, himnos y lamentaciones. Compuso, asimismo, ciclos de villancicos de notable interés. Pueden mencionarse también los nombres de Francisco López Capillas o Miguel Mateo Dallo y Lana, que realizó versiones polifónicas de los villancicos de sor Juana Inés de la Cruz.
En la provincia de Michoacán, el desarrollo del arte musical tuvo dos centros fundamentales: la catedral de Morelia, antigua Valladolid, y el convento de Santa Rosa de Santa María de Valladolid, ámbito donde trabajó el monje franciscano Juan Navarro, autor de Quatuor Passiones (1604). A mediados del siglo XVIII el convento fue la sede de una escuela de música para niñas huérfanas, que, más adelante, se convertiría en el más importante conservatorio de la colonia: el conservatorio de Las Rosas. En ambos centros se conserva un importante número de libros de coro gregorianos, obras instrumentales y piezas polifónicas, tanto sagradas como profanas, de los siglos XVI al XIX.
En el siglo XVIII desempeñaron su actividad como maestros de capilla en la catedral de Ciudad de México compositores como Antonio de Salazar, que ejerció el cargo entre 1688 y 1715, y a quien se deben villancicos e himnos en latín; Manuel Zumaya (1678-1756), que compuso la segunda ópera del Nuevo Mundo, La Parténope, en 1711; Ignacio Jerusalem, maestro entre 1749-1769, introductor del estilo operístico tan en boga en la época, y que llegó a ser director de la orquesta teatral del Coliseo Nuevo; o el italiano Matheo Tollis de la Roca (h. 1710-1780), su sucesor en el cargo. Mención aparte merece José Manuel Aldana (1765-1810), considerado el músico más importante de la época. Clavecinista y violinista, además de compositor, se incorporó a la orquesta del Coliseo en 1791, llegando a ser segundo maestro y, posteriormente, primer violinista (1808). Sus composiciones instrumentales y litúrgicas indican de manera clara el declive de la música neohispana en México. Finalmente, no puede ser olvidado Juan Antonio Vargas y Guzmán, activo en Veracruz en la segunda mitad del siglo.
Uno de los rasgos que ponen de manifiesto el proceso de secularización que, en concordancia con las tendencias europeas, experimentó la música sagrada en el momento del cambio de siglo, es el hecho de que el cargo de maestro de capilla de la catedral de Puebla estuviera en esos momentos en manos de Manuel Arenzana, un compositor de ópera que alcanzó notable éxito entre 1792 y 1821.

LA MÚSICA MEXICANA EN EL SIGLO XIX
Consumada la Independencia de México en 1821, el desarrollo artístico musical contó con el patrocinio de diversas instituciones, la más importante de las cuales fue organizada en 1825 por José Mariano Elízaga (1786-1842), compositor de piezas de carácter sagrado, que se inscriben dentro del estilo clásico, y autor de destacados textos teóricos. El conservatorio fundado por Elízaga, cuya influencia en el ámbito docente fue notable, además de ser una academia de enseñanza musical, tenía como propósito formar un coro, una orquesta sinfónica y una editorial. Los sucesivos intentos de crear una escuela regular de música en la capital culminaron en la fundación, en 1866, del Conservatorio de la Sociedad Filarmónica Mexicana, un organismo privado, convertido más adelante en Conservatorio Nacional de Música, ya con el patrocinio de instancias gubernamentales.
Durante el siglo XIX la música mexicana recibió una fuerte influencia de la ópera italiana; no obstante, en un principio, los géneros cultivados -la zarzuela, la tonadilla escénica o el sainete- tuvieron un origen español. Aunque el Coliseo Nuevo había sido inaugurado en el año 1735, la producción operística nacional no comenzaría hasta después de la Independencia. Los grandes promotores de la ópera mexicana en el siglo XIX fueron los compositores Luis Baca, Cenobio Paniagua y Melesio Morales.
El pianista Luis Baca (1826-1855) comenzó a estudiar música a los siete años, con Vicente Guardado. Establecido con su familia en Ciudad de México, completó su formación al lado del maestro José Antonio Gómez. Con dieciocho años pasó a Francia, con la intención de cursar estudios de medicina; no obstante, abandonó la carrera y se inscribió en el conservatorio parisino para aprender composición. Andad, hermosas flores, su primera pieza, para canto y piano, alcanzó notable celebridad en la capital francesa. Compuso, además, una amplia serie de polcas, entre otras, La linda, La Julieta y La amada, y las óperas Leonor y Juana de Castilla. No obstante, la obra que le otorgó fama en Europa fue su Ave María, compuesta para la iglesia de Nuestra Señora de Loreto, en París.
Para muchos historiadores de la música, el nacimiento de la ópera en México se debe a Cenobio Paniagua (1821-1882). Su iniciación en el arte musical tuvo lugar a través de las enseñanzas de su tío, Eusebio Vázquez, director de la orquesta de la catedral de Morelia, quien le impartió sus primeras clases de violín. Inquieto por conocer todos los instrumentos que integraban la orquestas populares, se estableció en Toluca, en el Estado de México, donde aprendió composición y creó sus primeras piezas de salón. Posteriormente pasó a residir en Ciudad de México, donde amplió sus conocimientos musicales. Fue en la capital donde, por vez primera, asistió a la ópera, hecho que determinó un giro decisivo en su carrera; a partir de entonces, abandonó las piezas de salón y se consagró a la producción operística. Su fallido intento de recibir instrucción de José Antonio Gómez, la principal figura del momento, forzó la necesidad de una formación personal; Paniagua decidió estudiar por su cuenta, recurriendo a métodos extranjeros. La composición de su primera ópera puso de manifiesto diversas dificultades, entre otras, la ausencia de libretos y libretistas propios. Finalmente, Paniagua se inspiró en un texto de Félix Romani, libretista de Bellini, para crear Catalina de Guisa, estrenada el 29 de septiembre de 1859. Animado por este primer éxito, creó una academia de música, de donde saldrían títulos tan relevantes como Clotilde de Coscenza, de Octaviano Valle, Adelaida y Comingio, de Ramón Vega, Átala, Agorante rey de Nubia y La reina de las hadas, de Miguel Meneses, o Romeo y Julieta e Ildegonda, de Melesio Morales. Todas estas óperas serían representadas en su compañía, la primera empresa operística mexicana. El 5 de mayo de 1863 Paniagua estrenó su segunda ópera, Pietro D'Avano. Los triunfos se prolongaron durante mucho tiempo, hasta que la compañía se presentó en Cuba, decisión que habría de resultar poco afortunada. Tras un periodo de fracasos, Paniagua disolvió la compañía y se instaló en Córdoba, Veracruz, donde falleció.
Melesio Morales (1838-1908) mostró tempranamente su vocación musical y, a partir de 1847, recibió sus primeras lecciones del maestro Jesús Rivera, con quien se formó durante tres años. Posteriormente aprendió acompañamiento y armonía con Felipe Larios. A partir de 1850 Morales inició la composición de sus primeras obras: valses, polcas, canciones, redovas, mazurcas y otras piezas ligeras. Un año después se convertía él mismo en maestro, con la intención de obtener dinero para marchar a Europa y continuar allí su formación. Durante esta etapa comenzó a escribir su primera ópera, Romeo y Julieta, que concluiría en 1856. Creador de la escuela italiana de ópera en México, Morales compuso otras obras representativas del género, como Ildegonda, Carlo Magno, Cleopatra, Gino Corsini, La tempestad, El judio errante o Anita, además de piezas para piano y diversos conjuntos instrumentales.
En 1856 llegaba a México la compañía del empresario Maretzek, hecho que habría de resultar fundamental para el desarrollo del género operístico en el país. Los compositores mexicanos intentaron entonces que las óperas de Paniagua, Valle, Meneses y Morales se incluyeran en el programa de la compañía. El éxito de esta empresa fue solamente parcial, pues únicamente se puso en escena Catalina de Guisa, de Cenobio Paniagua.
Por su parte, Aniceto Ortega (1823-1875), médico además de compositor, fue uno de los grandes impulsores del romanticismo mexicano. Compuso la ópera Guatimotzin, estrenada en 1871 con la actuación de la soprano Ángela Peralta; la obra constituyó el primer intento riguroso de incorporar elementos propios de la tradición musical indígena a los modelos italianos dominantes en la época. En este sentido, puede ser considerado como precursor de la corriente nacionalista. Ortega compuso, además, numerosas marchas -su Marcha Zaragoza (1863) se convirtió en el canto de guerra de los liberales durante la intervención francesa- y piezas breves para piano, entre las que puede mencionarse Invocación a Beethoven.
Popularmente conocida como "el ruiseñor mexicano", la soprano Ángela Peralta (1845-1883) inició en 1853 sus estudios solfeo con Manuel Barragán, al tiempo que aprendía piano y canto con Agustín Balderas. En 1860 obtuvo un éxito notable interpretando el papel de Leonora, en El trovador, de G. Verdi. Animada por la soprano Enriqueta Sonntang, marchó a Italia un año después, donde perfeccionó su técnica con Francesco Lamporti. En 1862 interpretó el papel principal de Lucía de Lamermoor, de Donizetti, en la Scala de Milán. Después de este triunfo, realizó una gira por diversas capitales italianas: Turín, Piacenza, Bérgamo, Pisa y Cremona. En 1865 Ángela Peralta regresó a México, contratada por el empresario Biacchi; actuó entonces en el Teatro Imperial, representando La sonámbula, de Bellini, Lucía de Lamermoor, de Donizetti, y El barbero de Sevilla, de Rossini, entre otras. Los triunfos se sucedieron en los años siguientes, con el estreno de Ildegonda, del mencionado Melesio Morales, y el nombramiento de cantante de cámara otorgado por el emperador Maximiliano de Habsburgo (1866). En 1867 realizó diversas giras por Cuba, Nueva York, España e Italia, y en 1872 formó su propia compañía, con la que actuaría en diversos escenarios mexicanos.
En las tres últimas décadas del siglo XIX, destacaron en el panorama musical mexicano diversos compositores y pianistas que cultivaron los géneros de música de salón en boga en Europa, así como piezas para piano de estilo romántico. El más popular de los músicos de salón fue Juventino Rosas, autor de una colección de valses en el más puro estilo de la tradición austríaca. Virtuosos del piano fueron Tomás León, Julio Ituarte, Ernesto Elorduy y Felipe Villanueva.
Establecido en Ciudad de México desde 1875, Juventino Rosas (1868-1894) se incorporó, a partir de 1878, al conjunto dirigido por su padre, como violinista, y, tras la disolución del grupo, trabajó con la orquesta de los hermanos Elvira. A partir de 1880 fue violinista de la orquesta de Jesús Reyna, que abandonaría posteriormente para trabajar como músico ambulante. Tras cursar estudios en el Conservatorio Nacional -posteriormente retomaría su formación en este ámbito-, en 1887 se consagró a la composición de su primer vals, titulado en origen A la orilla del Sauz, posteriormente Junto al manantial y, finalmente, Sobre las olas. En 1888 estrenó el vals Carmen, dedicado a la esposa del entonces presidente de la república, el general Porfirio Díaz. Tras una estancia en Cuatepec, en 1891 regresó a la capital y se integró en la banda del cuarto regimiento de caballería, desde donde sería posteriormente transferido al batallón del cuartel de Las Rosas en Morelia. Al año siguiente, tras desertar, ingresó en la Orquesta Típica Mexicana, con la que realizaría una gira por Estados Unidos. Posteriormente estuvo vinculado a la Compañía Italo-Mexicana, con la que realizó un viaje a Nueva York, en el transcurso del cual contrajo una enfermedad que le llevaría a la muerte. Además de valses, compuso danzas, mazurcas, polcas y chotis.
Tomás León (1826-1893), compositor, pianista y profesor de música, se formó con Felipe Larios. A través de sus conciertos para piano, introdujo en su país el clasicismo y el romanticismo europeos. Colaborador de Ituarte, Morales y Aniceto Ortega, con los que formó el Club Filarmónico Mexicano (1865), entre lo más significativo de su producción pueden mencionarse las piezas pianísticas Jarabe nacional, Flores de mayo, Cuatro danzas habaneras, el capricho melódico Pensamiento poético, el vals La amistad, el nocturno Las gotas de rocío o las mazurcas Una flor para ti y Sara. Tomás León fue uno de los primeros músicos mexicanos que tocó con artistas europeos de renombre -con el holandés Ernest Lubeck interpretó la Fantasía de Norma (1854) y con Óscar Pfeiffer, la Fantasía a dos pianos (1856).
El pianista, compositor y catedrático de música Julio Ituarte (1845-1905) inició sus estudios con José María Oviedo y Agustín Balderas, antes de incorporarse a la academia de piano de Tomás León y, posteriormente, a la de Melesio Morales. Con veintiún años era ya un concertista de piano de fama en México y Cuba. Posteriormente dirigiría los coros de la compañía de ópera de Ángela Peralta. Además de su labor de transcripción al piano de diversas obras de Verdi y Bizet, entre otros, escribió las zarzuelas Sustos y gustos (1887) y Gato por liebre, que nunca llegó a ponerse en escena. Junto con Aniceto Ortega, contribuyó decisivamente al desarrollo del romanticismo musical en México, y como él, pasa por ser uno de los pioneros del nacionalismo. Su vinculación con los ideales de este movimiento se aprecia claramente en la obra Ecos de México, "mosaico de aires nacionales" para piano. Títulos destacados de su producción son, asimismo, La ausencia, "romanza sin palabras" o La aurora, "capricho elegante". Fue autor de una serie de cien danzas habaneras y de numerosas polcas, mazurcas, valses y nocturnos.
Huérfano a los dieciséis años, la juventud de Ernesto Elorduy (1853-1912) transcurrió, en buena parte, en Europa; en el conservatorio de Hamburgo recibió clases de armonía y de piano -con Clara Wieck Schumann- y, posteriormente, fue alumno de Antón Rubinstein. Vivió también en París, donde completó su formación con Mathias, discípulo de Chopin. Compuso el vals titulado Claro de Luna, diversas danzas -Soñando, Pensando en ti, Acuarela n.º 2, Pensamiento oriental, Juventud- y la ópera Zulema.
Violinista, además de compositor y pianista, Felipe Villanueva (1862-1893) ingresó en 1873 en el Conservatorio Nacional. En 1887 fundó, junto con Ricardo Castro, Gustavo E. Campa y Juan Hernández Acevedo, el Instituto Musical, organismo cuya importancia sería fundamental para la vida musical mexicana. Integró el denominado "Grupo de los Seis" -al que pertenecieron igualmente los mencionados Ricardo Castro, Juan Hernández Acevedo y Gustavo E. Campa, además de Carlos J. Meneses e Ignacio Quezada-, que trató de introducir en el marco de la música formal de la segunda mitad de la centuria un estilo auténticamente nacional. Entre lo más destacado de su producción pueden citarse diversas mazurcas, dieciocho danzas habaneras, seis danzas humorísticas, los valses Poético y Causerie, motetes o la ópera Keofar.
Juan Hernández Acevedo (1862-1894), flautista y compositor, que realizó su aprendizaje con el maestro Paniagua, compuso, entre otras piezas, Sinfonías, Misa de Requiem, Misa solemne y diversas obras de cámara.
Nombres destacados del panorama musical mexicano durante el cambio de siglo fueron, asimismo, los ya mencionados Carlos J. Meneses y Ricardo Castro.
Carlos J. Meneses (1863-1929) inició su formación en el ámbito familiar, con su madre primero y, más adelante, con su padre, Clemente Meneses. A los quince años ya era un pianista de fama y era considerado como una autoridad en teoría y análisis musical. A partir de 1880 dirigió los coros de la compañía de ópera de Ángela Peralta. Fue en este ámbito donde tuvo ocasión de conocer a fondo un nuevo género y de aprender los diversos estilos de interpretación y la técnica vocal del bel canto. Reputado director de orquesta, en 1892 fundó la Sociedad Anónima de Conciertos.
Ricardo Castro (1866-1907) comenzó sus estudios con el maestro Pedro H. Ceniceros, antes de ingresar, en 1877, en el Conservatorio Nacional de Música de Ciudad de México, donde estudió con Juan Salvatierra y Melesio Morales. Posteriormente perfeccionó su formación con Julio Ituarte. Desarrolló una brillante carrera como concertista de piano, alcanzando notoriedad en Europa y Estados Unidos. Compuso obras para piano y orquesta, además de las óperas Atzimba (1901) y La légende de Rudel (1906).

LA MÚSICA MEXICANA EN EL SIGLO XX
A principios del siglo XX, con anterioridad al triunfo de la Revolución (1910), México vivió influenciado por la música europea; la producción nacional fue escasa. Los compositores e intérpretes mexicanos, formados fundamentalmente en el estilo romántico, realizaban sus obras a imitación de los modelos del Viejo Continente, sin reflejar en ellas una identidad propia. Durante esta etapa se compusieron valses, danzas de salón, gavotas, marchas, romanzas, fantasías, capriccios y, en general, se cultivaron todos los estilos de música de cámara; el predominio absoluto era para las composiciones para piano.
De los compositores mexicanos de esta época, destaca especialmente Gustavo E. Campa (1863-1934), que inició sus estudios musicales en el Conservatorio Nacional, siguiendo las enseñanzas de Julio Ituarte, Tomás León y Felipe Larios. Posteriormente estudió composición con Melesio Morales, máximo representante de la tendencia italianizante. La preferencia de Campa por la escuela francesa determinó su acercamiento a maestros como Felipe Villanueva, Ricardo Castro, Hernández Acevedo y Carlos J. Meneses, más próximos a esta orientación. Con los dos primeros fundó, en 1887, el Instituto Musical, de cuya dirección se encargó a partir de 1907, fecha de la muerte de Ricardo Castro, manteniéndose en el cargo hasta 1913. De 1896 a 1924 dirigió la Gaceta Musical, desde cuyas páginas se divulgaba la corriente del wagnerismo. Además, escribió en otras revistas musicales de México y París, y publicó varios libros. En 1925 se incorporó como maestro de composición al Conservatorio Nacional. Compuso música para piano y la ópera El rey poeta (1901), inspirada en la historia de Netzahualcoyotl, que evidencia una fuerte influencia de Saint-Saëns y Massenet.
Un caso excepcional en la historia de la música mexicana es el de Julián Carrillo (1875-1965), que llevó a cabo una importante labor teórica, con la elaboración de un sistema microtonal conocido como "sonido trece" (intervalos de 1/4, 1/8, 1/16, 1/64 y 1/94 de tono), con el que compuso obras orquestales y de cámara. En 1895 ingresó en el conservatorio para aprender violín y composición; cuatro años después fue becado por el gobierno mexicano para estudiar en Bélgica. De regreso a México, entre 1914 y 1920 dirigió el Conservatorio Nacional y, de 1920 a 1924, la Orquesta Sinfónica Nacional. Escribió varios tratados de armonía, contrapunto e instrumentación. Compuso, entre otras obras, Preludio a Colón, para soprano y diversos instrumentos en cuartos, octavos y dieciseisavos de tono, Horizontes, poema sinfónico en cuartos, octavos y dieciseisavos de tono, Balbuceos, para piano de dieciseisavo de tono y orquesta, o Tercera sinfonía atonal.
La Revolución de 1910 causó una profunda convulsión en todos los ámbitos de la vida mexicana y, consecuentemente, en el terreno artístico. Recuperada la estabilidad, se organizaron en Ciudad de México academias de piano, violín y canto, y en algunos estados se fundaron conservatorios de música -además de la Orquesta Sinfónica de México, hoy Orquesta Sinfónica Nacional (1928)-. Los músicos dieron expresión a su fervor patriótico a través de la música nacionalista, vinculada a las culturas indias y mestizas. El denominado "movimiento nacionalista", una de las etapas más importantes en la historia de la música mexicana, contó con el apoyo oficial, a través de la actividad del primer secretario de educación pública, José Vasconcelos. Muchos de sus representantes alcanzarían fama internacional.
El compositor Manuel Ponce (1882-1948) pasa por ser el pionero del nacionalismo musical mexicano. Inició sus estudios de solfeo en el ámbito familiar y, posteriormente, estudió piano con el profesor Cipriano Ávila. En 1890 compuso su primera pieza musical, titulada La marcha del sarampión. En 1892 ingresó en el coro infantil del templo de San Diego, del que llegaría a ser organista (1895). Tras su traslado a Ciudad de México, asistió a las clases del conservatorio. Ponce realizó una profunda investigación en el campo de la música popular mestiza (corrido, jarabe, huapango, etc.). Su dilatada carrera evidencia una creciente autonomía con respecto a los elementos populares, que fue integrando en el marco general del estilo neorromántico y neoclásico. Entre sus principales obras, pueden mencionarse Balada mexicana, para piano, Estrellita, Serenata mexicana y Lejos de ti (canto y piano), Romanzetta y Scherzino, para violín y piano, Concierto para piano y orquesta o Concierto del Sur, para guitarra y orquesta (compuesto para Andrés Segovia). Seguidores de la tendencia iniciada por Manuel Ponce fueron José Rolón y Candelario Huizar.
José Rolón (1881-1945) comenzó a estudiar música con su padre, concertista, y, posteriormente fue discípulo del maestro Francisco Godínez. En 1903 viajó a París, donde perfeccionó su formación con Moskowsky. De regreso a México, en 1907 inauguró la Escuela de Música de Guadalajara, que dirigiría durante veinte años. Asimismo, tomó en sus manos la dirección de la orquesta sinfónica de la misma localidad. En 1927 viajó nuevamente a París e ingresó en la Escuela Normal de Música para estudiar armonía y contrapunto con Nadia Boulanger, además de fuga y orquestación con el maestro Paul Dukas. En los años treinta desempeñó diversos cargos en su país -catedrático del conservatorio nacional de música, director de la orquesta de dicha institución-. De su extensa producción, merecen citarse las obras Concierto para piano y orquesta, Danza jalisciense (para piano), el poema épico Cuauhtémoc, Sinfonía en Mi menor o Suite all' antica.
Por su parte, Candelario Huizar García (1889-1970) mostró tempranamente su vocación musical; en 1892 ingresó en la banda municipal de Jerez, donde aprendió a tocar el saxofón. Más adelante formó parte del cuarteto de cuerda de Enrique Herrera -maestro cuya influencia habría de ser fundamental en su trayectoria-, tocando la viola. En 1907, Huizar se instaló en Zacatecas, donde mejoró sus conocimientos violinísticos y estudió armonía con el maestro Aurelio Elías. Mientras tanto, en la banda municipal, transformada en 1909 en banda de música del primer cuadro del batallón de Zacatecas, tocaba el corno. Cuando, en 1914, las fuerzas revolucionarias de Pancho Villa tomaron la ciudad de Zacatecas, Huizar se incorporó a la lucha armada durante unos meses. Tras su experiencia militar, ingresó en la banda de la mencionada división, con la que viajó a Ciudad de México a fines de 1917; desde ese momento se estableció en la capital. Tras su paso por el Conservatorio Nacional, donde estudió con los maestros Arturo Rocha y Gustavo E. Campa, en 1919 compuso su poema sinfónico Imágenes, premiado en el concurso de composición nacionalista, convocado por el primer congreso nacional de música. La obra recibió el aplauso del público y de la crítica. A partir de entonces, Huizar comenzó a cosechar triunfos con cada una de sus obras. Compuso piezas para piano, para canto y piano, para voz y orquesta, música de cámara, sinfónica y coral. Merecen especial mención los títulos Imágenes (1919), Sonata para clarinete y fagot, A una onda, Pueblerinas (1931), Cora (1942) y Segunda sinfonía "Ochpaniztli" (1931).
Los elementos de la civilización maya están presentes en la obra del compositor yucateco Efraín Pérez Cámara, nacido en 1892. Violinista y director de orquesta, se formó en su ciudad natal, Mérida, con Cayetano de la Cueva, antes de pasar por el conservatorio nacional, donde estudió con Julián Carrillo. Con el estreno de su Cuarteto de cuerdas n.º 1 alcanzó su primer éxito. Posteriormente escribiría los cuartetos dos, tres y cuatro, muy celebrados también. En 1919 viajó a Estados Unidos, donde intervino en la fundación de la Orquesta Sinfónica América. De nuevo en México, tras dirigir diversas bandas, se dedicó a la composición de su ópera Bertha, y trabajó, asimismo, en la opereta Sueño de verano, en diversas zarzuelas regionalistas, suites, dos Oberturas sinfónicas y numerosas piezas menores. Además de las obras mencionadas, pueden citarse la fantasía teatral Tzentzontli y las suites de ballet Ensueño maya y Mayab.
Después de la etapa revolucionaria tuvo lugar el denominado "Renacimiento azteca", caracterizado, como su nombre indica, por el retorno a las prácticas musicales características del período anterior a la conquista. En realidad, esta tendencia fue más una evocación subjetiva de un remoto pasado que una auténtica reconstrucción de dichas modalidades. Uno de los más influyentes compositores mexicanos del momento fue Carlos Chávez (1899-1978), reputado director de orquesta, que en sus obras de carácter indio, como Los cuatro soles o Sinfonía india, evidencia un estilo muy personal, revelador de la identidad mexicana, también presente en composiciones más abstractas, como sus últimas sinfonías. Director del Conservatorio Nacional (1928-1935) y director fundador de la Orquesta Sinfónica de México, hoy Orquesta Sinfónica Nacional (1928-1948) -que estrenaría las primeras piezas sinfónicas del siglo XX-, fue uno de los más activos representantes del nacionalismo musical. Escribió, asismismo, numerosos artículos para diversas revistas.
Silvestre Revueltas (1899-1940), otro representante del nacionalismo musical que llegó a alcanzar renombre internacional, partió de la música popular y folclórica para desarrollar posteriormente su propio estilo. Muchas de sus obras, como Ocho por radio (1933) o Sensemayá (1938) revelan su talento, cargado de espontaneidad. Tras estudiar violín en el Conservatorio Nacional y en Saint Edward´s College de San Antonio, Texas, profundizó sus estudios de violín y composición en el Chicago Musical College. Durante los años 1920 y 1921 realizó una extensa gira por la república mexicana. Posteriormente, en 1924, organizó una serie de conciertos de música moderna, junto con Carlos Chávez. Dos años después obtenía su consagración internacional como violinista y director de orquesta, gracias a sus triunfos en Estados Unidos. Organizador y director de la Orquesta Sinfónica de la Universidad Nacional Autónoma de México, dirigió, asimismo, la Escuela Nacional de Música. Además de las obras mencionadas, pueden destacarse las canciones "Planos", "La coronela", "Feria", "Janitzio", "Colorines", "Esquinas" o "Vámonos con Pancho Villa".
El sentimiento nacionalista es, asimismo, evidente, en las obras de Daniel Ayala Pérez, Salvador Contreras, José Pablo Moncayo, Blas Galindo -todos ellos alumos de Chávez y conocidos como "El Grupo de los Cuatro"-, Luis Sandi o Miguel Bernal Jiménez. No obstante, estos compositores no pueden ser calificados como estrictamente nacionalistas, en el sentido de que intentaron integrar los temas mexicanos y los elementos musicales nacionales dentro de los grandes géneros tradicionales como la ópera o la sinfonía.
Daniel Ayala Pérez (1906-1975), violinista y director de orquesta, además de compositor, inició su formación, en 1913, al lado de Alfonso Aguilar Reyes. Posteriormente estudió en Mérida, donde fue violinista de pequeñas orquestas populares, y a partir de 1927 en el Conservatorio Nacional. Sus principales maestros fueron Silvestre Revueltas y Carlos Chávez. Miembro destacado de la corriente nacionalista, en 1935 estrenó Tribu, bajo la dirección del mencionado Chávez, con la Orquesta Sinfónica de México. Daniel Ayala trabajó con materias mayas, tanto en lo relativo a la música como a la instrumentación autóctona, dentro de un estilo vanguardista. Compuso el poema sinfónico Paisaje, Danza, para cuatro cuerdas, Cuatro canciones, para soprano y piano (con letra de Juan Ramón Jiménez), Hombre maya, estrenada en Washington en 1947, V Kayil Chaac (Canto a la lluvia), para soprano, orquesta de cámara e instrumentos mayas, que se estrenó en Nueva York, o Panoramas de México, suite para orquesta de cámara.
Salvador Contreras (1912-1982), compositor, violinista y director de orquesta, comenzó a tocar el piano bajo la dirección de su padre, aficionado a la música. Establecido en Ciudad de México a partir de 1918, estudió violín y, posteriormente, ingresó en el Conservatorio Nacional. Silvestre Revueltas le enseñó violín y dirección orquestal, mientras Huizar le instruía en armonía y contrapunto y Chávez en composición. A partir de 1931 se integró como violinista en la Orquesta Sinfónica de México. Verdadero inspirador del mencionado "Grupo de los Cuatro", formado en 1935, su talento fue reconocido con numerosos premios internacionales. De su amplia producción sobresalen Música para orquesta sinfónica, estrenada en 1940, Corridos para coro y orquesta (1941), los ballets Provincianas (1950) y Titiresca (1953), Cantanta a Juárez, Símbolos, para orquesta sinfónica (1971), o Poema elegíaco u homejane a Silvestre Revueltas (1974).
José Pablo Moncayo (1912-1958) inició su experiencia musical tocando con orquestas de jazz en bares y clubes nocturnos. Con diecisiete años comenzó a estudiar piano en el Conservatorio Nacional, con Eduardo Hernández Moncada, y, posteriormente, composición con Carlos Chávez y armonía con Candelario Huizar. En 1934 se asoció con Daniel Ayala, Salvador Contreras y Blas Galindo, para formar el "Grupo de los Cuatro". A imitación del "Grupo de los Cinco" de Rusia, los mexicanos tomaron de la música popular, étnica y folclórica las raíces para sus propias composiciones. Obras sobresalientes de la producción de José Pablo Moncayo fueron, entre otras, Huapango (1941), Sinfonietta (1945), Tres piezas para orquesta (1947), Homenaje a Cervantes (1947), la ópera La mulata de Córdoba 1948), Canción del mar o Tierra de temporal.
Blas Galindo (1910-1993) comenzó su formación musical con tan sólo siete años, junto a Antonio Velasco. En 1931 ingresó en el Conservatorio Nacional y realizó sus estudios de composición con el maestro Carlos Chávez, de piano con Manuel Vizcarra, de análisis musical con Candelario Huizar y de armonía y contrapunto con José Rolón. Más adelante ampliaría sus conocimientos en Estados Unidos. Profesor del Conservatorio Nacional (1931-1965) y, más adelante, director del mismo (1947-1961), fue percusionista de la Orquesta Sinfónica de México (1936-1937), de la que llegaría a ser director ayudante (1942-1945). Compuso, entre otras obras, Sones de mariachi (orquesta), Madre mía cuando muera y Arrullo (para voz y y orquesta), Concierto para flauta y orquesta, Concierto n.º 2 para piano y orquesta, Concierto para violín y orquesta y Suite homenaje a Cervantes.
Luis Sandi (nacido en 1905), compositor, director y cantante, estudió violín en el conservatorio, dirección orquestal con Chávez, de quien sería estrecho colaborador, y composición con Campa. Gran impulsor de la educación musical, escribió diversos libros didácticos y numerosos artículos en revistas y periódicos. Entre sus obras más significativas pueden mencionarse La danza del venado, para orquesta mexicana (1930), Diez haikais, para canto y piano, inspirados en un poema de José Tablada, las óperas La señora en su balcón y Carlota, así como numerosas canciones y obras corales. Su carrera como cantante, aunque reducida, contó con éxitos notables, como su actuación en la reposición de Atzimba, en 1928.
Miguel Bernal Jiménez (1910-1956) obtuvo en 1928 una beca para realizar estudios musicales en el Instituto Pontificio de Música Sagrada de Roma (1928). De regreso a México (1933), se dedicó a la enseñanza, a la ejecución del órgano, a la dirección coral y a la composición en su ciudad natal, Morelia, donde llegaría a dirigir el conservatorio de Las Rosas (1945). Compuso, entre otras obras, la ópera Tata Vasco, el ballet Timbambato, el villancico Por el valle de las rosas, la sinfonía Hidalgo y Navidad en tierra azteca.
Como profesor de composición en el Conservatorio Nacional, el español Rodolfo Halffter (1900) ejerció una influencia decisiva en la joven generación de compositores mexicanos. Su estilo arranca del nacionalismo neoclásico y evoluciona paulatinamente hacia la atonalidad y el serialismo.
El declive del nacionalismo musical en México comenzó en torno a los años sesenta del siglo XX, principalmente a través de la actividad de un dinámico grupo de compositores de vanguardia, entre los cuales se incluyen Manuel Enríquez, Mario Kuri-Aldana o Héctor Quintanar.
Manuel Enríquez (1926-1994) destacó como compositor, violinista, director de orquesta y pedagogo.Violinista en la Orquesta Sinfónica de Guadalajara, estudió en Ciudad de México con Chávez, antes de obtener una beca para completar su formación con Iván Galamian, Louis Persinger y Peter Mennin. Posteriormente, con el patrocinio de la Fundación Guggenheim (1971) se dedicó a la investigación teórica, en Nueva York. De la influencia de Hindemith, patente en sus primeras obras, evolucionó hasta encontrar su camino propio, investigando en el ámbito de la música dodecafónica y, desde 1964, con técnicas aleatorias -Reflexiones para violín solo, Sonata para violín y piano (1964)-. Tres formas concertantes, para violín, cello, clarinete, fagot, corno, piano y percusión (1964) se inscribe en el lenguaje del serialismo, así como Sonata para violín y piano, del mismo año, o Trayectorias, para orquesta sinfónica, estrenada en 1967. Además de las mencionadas, pueden destacarse también las obras Conjuro, para contrabajo y cinta (1976), o Raíces (1977).
Mario Kuri-Aldana (nacido en 1931) estudió dodecafonía con Halffter. Fue, además de notable compositor y director de orquesta, un concienzudo investigador. De sus composiciones pueden citarse diversas piezas para orquesta sinfónica, como Sacrificio (1959), El bacab de las plegarias (1969) o Ce acatl (1976).
Héctor Quintanar (1936) realizó su formación musical principalmente en el Conservatorio Nacional, con maestros como Chávez, Galindo o Halffter. Posteriormente, estudió música electrónica en París. Su obra constituye un valioso testimonio de la música de vanguardia. Destacan, entre otros trabajos, Fábula, para coro y orquesta (1963-1964), Trío para violín, viola y violoncello (1965), Sonata, para violín y piano (1967), o Quinteto, para flauta, trompeta, violín, piano y contrabajo (1971).
Además de los ya mencionados, integran la nómina de músicos destacados de la segunda mitad del siglo XX, Mario Lavista y Daniel Catán.
Mario Lavista (nacido en 1943) fue alumno de Carlos Chávez y Rodolfo Halffter en el Conservatorio Nacional. En 1967 obtuvo una beca del gobierno francés, que le permitió estudiar en la Schola Cantorum de París durante dos años; posteriormente estudiaría con Stockhausen. Interesado por la estética vanguardista, trabajó durante un tiempo en Japón, y, de regreso a México, fue catedrático del Conservatorio Nacional. Experimentó con las técnicas de la música aleatoria en muchas de sus obras. Pueden mencionarse los títulos Diacronía, cuarteto de cuerdas (1969), Continuo, para orquesta (1971), Game, para una, dos, tres o cuatro flautas en Do (1970-1972), Diálogos, para violín y piano, Lyhannh, para orquesta sinfónica (1976), y la ópera Aura (1989).
El pianista, compositor y director de orquesta Daniel Catán (nacido en 1949) desempeñó una interesante labor como pedagogo. Se formó fundamentalmente en Gran Bretaña y Estados Unidos. De su labor como compositor pueden mencionarse Ocaso de medianoche, estrenada en 1979, o la ópera Encuentro en el ocaso.
El capítulo de la música mexicana del siglo XX no puede cerrarse sin hacer una breve mención a dos de los más notables representantes del bel canto en la época: Fanny Anitúa y José de Jesús Mojica.
Fanny Anitúa (1887-1968), Francisca Anitúa Yáñez, inició su formación en 1899 con María Aipuru de Lille. En 1903 fue becada por el gobierno para continuar su aprendizaje en el Conservatorio Nacional, donde recibió lecciones del tenor Adrián Guichemé. Tras retomar en 1905 sus lecciones en Roma, debutó cuatro años después en el Teatro Nazionale de la capital italiana, encarnando el papel de Eurídice, en Orfeo, de W. Gluck. En 1910 se presentó en la Scala de Milán, en el papel de Erda, en Sigfrido, de Wagner. Un año más tarde hacía su presentación en el Teatro Colón de Buenos Aires. A partir de 1913, con la compañía de Ruggeiro Leoncavallo, visitó Los Ángeles y San Francisco. En 1914 actuó en el Teatro Real de Madrid y, nuevamente, en el Colón de Buenos Aires y en la Scala de Milán. En 1916 fue seleccionada entre un grupo de contraltos italianas, para representar El barbero de Sevilla, de Rossini.
José de Jesús Mojica (1896-1974) interrumpió sus estudios de agronomía para dedicarse al canto. En 1917 fue contratado por una compañía mexicana para representar el papel de Rodrigo, en Otello, de Verdi, en el Teatro Arbeu. A partir de 1919 actuó en la Ópera de Chicago; en 1921 encarnó el papel principal en la obra El Amor por tres naranjas, de Prokofiev, y posteriormente actuó en Pelléas et Mélisande, al lado de Mary Garden. A partir de 1930 inició una fructífera carrera cinematográfica en Estados Unidos y México. En 1942 regresó nuevamente a la Ópera de Chicago para representar el papel de Fento en Falstaff, de Verdi. Ese mismo año abandonó la música, para ingresar en la orden franciscana, en Perú.

LA MÚSICA POPULAR MEXICANA

INTRODUCCIÓN

El prestigio social de los músicos en las sociedades indígenas contribuyó notablemente a incrementar el desarrollo de las actividades musicales durante el siglo XVI. Como se ha indicado, los misioneros españoles comenzaron a dar instrucción musical a los indios en los años veinte de la centuria, con tal éxito que sus primeros alumnos procedentes de familias notables se convirtieron, a su vez, en maestros. Este proceso de difusión determinó la rápida asimilación de las canciones españolas por parte de la población indígena. De manera inmediata, los colonizadores fueron conscientes de que la música constituía una rápida vía para atraer a las poblaciones locales hacia el cristianismo.
La música india se transformó rápidamente durante el siglo XVI, para adecuarse al dogma católico, a pesar de que no perdió por completo su identidad propia en este proceso. Algunos elementos permanecieron, como la decoración de las calles y la costumbre de los danzantes de pintar sus rostros de negro en el transcurso de las fiestas, el predominio de flautas y tambores o la vinculación de algunas celebraciones a la bendición de las cosechas. También pervivió la moda de los tocados con plumas o el hábito del disfraz entre los bailarines, ataviados como animales, soldados, cazadores o salvajes, con trajes realizados con papeles pintados, plumas y pieles. Las máscaras, los bastones -a veces realizados con animales disecados-, las campanillas o los cascabeles, hechos con conchas, calabazas, etc., siguieron siendo, asimismo, complementos indispensables en las danzas rurales posteriores a la llegada de los españoles.
Una de las principales fuentes de información acerca de los bailes populares en el siglo XVII es el villancico, composición poético-musical de tono rústico, emulación de la música campesina por parte de los maestros de capilla y los músicos profesionales. Los manuscritos de estas obras constituyen el testimonio incuestionable de la vigencia de la tradición popular en la época. En sus diversas formas, el villancico contribuyó notablemente al desarrollo de la música popular mexicana, en formas como la jácara, romance de tono alegre que nació en España como género de cante y baile -en época colonial, la mayoría de los villancicos narrativos adoptaron la denominación de jácara-, o el tocotín, una danza popular de ritmo ágil, que, a pesar de su prohibición durante la etapa de la colonia, pervivió hasta el siglo XIX.
A lo largo del siglo XVIII la música y la danza se popularizaron enormemente gracias a la actividad de compañías itinerantes de teatro. El son, denominación genérica que en el siglo XVII designaba cualquier tipo de canción o baile popular, incluido el villancico, continuó aportando nuevas variantes, como el jarabe, quizá la más destacada.
La danza en el teatro de época colonial incluía habitualmente procesiones, vestimentas muy elaboradas, castillos de fuegos artificiales y decoraciones a base de figuras realizadas en papier mâché. El tema habitual era la conquista de México o la lucha entre moros y cristianos en la Reconquista española. A partir de los siglos XVIII y XIX comenzaron a ser frecuentes en el teatro los asuntos relacionados con el carnaval, con la introducción de los bailes de máscaras, que determinaron la penetración de modas europeas. No obstante, las celebraciones de carnaval en México, de las que se tiene noticia a partir de mediados del XVI, tuvieron siempre un componente esencialmente popular. Bajo el camuflaje del disfraz, las gentes olvidaban normas morales y daban rienda suelta a su alegría. En un principio, el carnaval se extendía desde comienzos de año hasta el miércoles de ceniza.
Los primeros movimientos independentistas, que encontraron en la música popular un adecuado cauce de expresión, adoptaron plenamente la forma del jarabe. En los últimos tiempos de la etapa colonial, esta danza, interpretada por parejas ataviadas con el traje de gala de los campesinos, fue prohibida a causa de su relación con los grupos insurgentes.
La independencia mexicana determinó una reacción contra todo lo español. La música del siglo XIX encontró en Francia su principal modelo, lo que implicó la creciente popularidad de nuevos bailes como la mazurca, la polca, el vals o el chotis. Algunas décadas después, el carnaval y las celebraciones religiosas recuperarían su importancia pasada. Desde finales del siglo XIX hasta los años treinta de la siguiente centuria, estuvieron de moda los bailes públicos, organizados en grandes salones con motivo de celebraciones tanto religiosas como seculares. Los trajes utilizados por los conjuntos rurales de danza de mediados del siglo XX, recuerdan las elegantes vestimentas adoptadas en aquellas ocasiones, incluidas las máscaras que ocultaban las identidades de los participantes en los festejos carnavalescos.
De la misma manera que el jarabe se encuentra estrechamente vinculado con la Independencia (1810-1821), tiempo después, el corrido -que a diferencia del jarabe no se baila-, se asociaría con la Revolución (1910-1917); su carácter de balada narrativa se adaptaba perfectamente a la difusión de las noticias de las conquistas revolucionarias. Otro de los rasgos que caracterizaron la música popular durante el periodo revolucionario fue la penetración de elementos procedentes de América del Norte, algo que se explica por el contacto mantenido por los rebeldes con grupos de los Estados Unidos de los que recibieron apoyo.

PRINCIPALES FORMAS MUSICALES
Con el nombre de son -una forma que combina música instrumental, canto y baile- se conoce, de manera genérica, la música campesina o propia de ámbitos rurales desarrollada en México desde la época de la colonia. El género incluye numerosas variedades; el villancico fue un tipo común de son, así como otras muchas danzas características de diferentes periodos, como la contradanza, variante habitual desde mediados del siglo XVIII. La amplia difusión del son ha determinado la aparición de peculiaridades propias, según los ámbitos geográficos. No obstante, uno de sus rasgos definitorios, al menos desde comienzos del siglo XVII, es su ritmo triple y desigual, basado en compases de seis. Desde el punto de vista de su estructura estrófica, el canto del son se compone de coplas en octosílabos. Los versos alternan con estribillos, a veces vocales y otras instrumentales, y las cadencias finales responden, generalmente, a modelos establecidos. Los versos finales reciben el nombre de "despedida". El son puede ser interpretado únicamente por un grupo musical, sin cantante ni bailarín, pero nunca a la inversa. Los conjuntos instrumentales varían en función de las regiones -de la misma manera que existen diferencias en lo relativo a los pasos de baile, los textos de las canciones o las estructuras de los versos de repetición-, no obstante, el modelo parece haberse consolidado antes de mediados del siglo XVIII; nunca falta la guitarra, acompañada, además, por requintos o jaranas, instrumentos pertenecientes a su misma familia. Los textos de las canciones se encuentran vinculados en mayor o menor grado con la mujer -el nombre femenino convencional suele ser el de María- y el amor. El son se baila por parejas independientes y presenta partes de zapateado, un rápido movimiento en el que los bailarines hacen chocar ruidosamente sus pies contra el suelo, proporcionando un acompañamiento de percusión. Lo normal es que el zapateado se ejecute durante los interludios instrumentales, para no perturbar el canto.
Los tipos fundamentales de sones mexicanos, en función de su carácter regional, son la jarana, el son huasteco y el huapango.
La jarana, principalmente instrumental y en tonalidad mayor, es el son originario del área yucateca; a pesar de que la mayoría de las jaranas tienen letra, rara vez se cantan. Se trata de una forma bailable, característica de las vaquerías, fiestas que organizaban los vaqueros para hacer el recuento del ganado. Existen varias teorías sobre su procedencia. Algunos investigadores sostienen que deriva de los sonecitos y las tonadillas españolas; otros la asemejan al fandango y a la jota aragonesa. En el transcurso de la ejecución, se produce un descanso en el cual se escucha el grito ¡bomba!; entonces, uno de los participantes recita una serie de versos, actualmente picarescos, aunque en otras épocas fueron de tono galante y lenguaje refinado. En origen, la jarana se ejecutaba con instrumentos de cuerda punteada; posteriormente se fue incrementando la instrumentación, hasta llegar a ser mayoritariamente de viento. Las bandas incluyen dos timbales y, en total, conforman un conjunto de alrededor de veinte músicos. El instrumento homónimo puede haber tomado su nombre por asociación con este son. Se trata de una guitarra de tamaño mucho más pequeño y, por consiguiente, con sonido más agudo. Normalmente tiene ocho cuerdas y el cuerpo de madera excepto la contratapa, frecuentemente realizada con concha de armadillo o con madera muy dura. Su origen es, al parecer, mexicano, a pesar de que existieron instrumentos muy similares en la península Ibérica.
El son típico del área de Veracruz, Hidalgo, Tamaulipas, Puebla y San Luis Potosí, la sierra huasteca, se denomina son huasteco. Esta variedad rara vez se canta; las letras son habladas. Presenta dos modalidades fundamentales: la ceremonial, con participación del grupo en la danza, y una segunda consistente en un baile de pareja.
El huapango es el son del Estado de Veracruz, difundido también en la región huasteca, especialmente en Hidalgo, norte de Puebla y San Luis Potosí. El término parece derivar de la palabra náhuatl empleada para designar la tarima sobre la que se ejecutaba la danza. Violines, jaranas o requintos y huapangueras son los instrumentos habituales para su interpretación. Después de la revolución de 1910 se popularizó el denominado "huapango lento", combinación de elementos característicos de la canción ranchera y el son huasteco. El huapango designa, además de un tipo de son, una modalidad característica de acompañamiento, muy difundida en todo el país, cuya peculiaridad es el rasgueado de los instrumentos.
El son jarocho es típico de la región homónima, con centro en el puerto de Veracruz, que se extiende hacia el sur en dirección al istmo de Tehuantepec. La música de la zona presenta notables afinidades con la del área caribeña, especialmente con la de las regiones costeras venezolanas. Es el más célebre de los repertorios nacionales, después del son del mariachi. El conjunto para su interpretación lo integran un arpa, una jarana muy larga y estrecha y un cuatro o requinto. Tanto el arpa como el cuatro son instrumentos melódicos, el último se toca con el estilo de punteado, utilizando un plectro. En ocasiones, el arpa es sustituida por varias jaranas. Uno de los sones jarochos más célebres es La bamba.
La chilena designa el baile y la canción característicos de la costa del Pacífico. Deriva de la cueca chilena, introducida en la región por marineros de esta procedencia que, a mediados del siglo XIX, llegaron a la zona impulsados por la fiebre del oro. Esta forma fue asimilada rápidamente dentro del repertorio general del son. El conjunto original para la interpretación de la chilena estuvo integrado por violín, jarana y arpa; un cuarto músico realizaba el acompañamiento de percusión. Las orquestas actuales incorporan con frecuencia saxofón, clarinete, trombón y contrabajo, además de diversos instrumentos de percusión, como platillos, triángulos o bombos. Las coplas de la chilena están formadas por octosílabos; se alternan estribillos y versos de diferente extensión. En su modalidad de baile, se ejecuta por parejas que practican el zapateado sobre una tarima denominada artesa o canoa, y constituye una imitación del cortejo del gallo -el nombre de cueca deriva de clueca, ave que va a empollar.
El zapateado, además de ser una forma de acompañamiento indispensable en sones, jarabes o chilenas -una técnica de baile en la que los danzantes efectúan secuencias rítmicas acordes con la música-, es, en sí mismo, un tipo específico de son, generalmente ejecutado por marimbas.
Mención aparte merece el jarabe, frecuentemente denominado son de la tierra en los anales teatrales de la segunda mitad del siglo XVIII, y que, al parecer, ha mantenido algunos elementos propios de su origen. Durante la etapa de la Independencia alcanzó notable popularidad, asociado siempre al movimiento insurgente, como canción de guerra. En este sentido, constituye una de las primeras formas mestizo-nacionalistas del repertorio musical mexicano. De hecho, la administración virreinal consideraba el jarabe como una forma de propaganda de las ideas revolucionarias. El jarabe es una danza de exhibición, integrada por diversas secciones con sus nombres y ritmos específicos: la paloma, la diana, la iguana, los machetes. Al parecer deriva de géneros españoles como la seguidilla, la zambra o el fandango, que estuvieron de moda durante el virreinato. Muy influido por danzas indias y africanas, en origen se bailaba en grupo y recibía el nombre de sarao; fue a mediados del siglo XVIII cuando alcanzó su denominación definitiva. Célebres representantes de la música culta, como Julio Ituarte, Tomás León o Aniceto Ortega, incluyeron en algunas de sus obras elementos rítmicos del jarabe, hecho que los convierte en precursores del nacionalismo musical. En la segunda mitad del siglo XX el jarabe pasó a ser parte fundamental de los repertorios del mariachi. Actualmente, la pareja de danzantes va ataviada con los trajes de charro y china.
La canción es una forma musical que no se baila, cuyo texto está cargado de sentimentalismo romántico. Las conexiones caribeñas de algunas canciones resultan evidentes, especialmente en el caso de los boleros, por el uso de maracas, algo que no sucede en otras formas mexicanas. A principios del siglo XX se desarrolló la canción ranchera, asociada con la Revolución de 1910. Normalmente se acompaña por un conjunto de mariachi que emplea el estilo del corrido. Los intérpretes van ataviados como los danzantes del jarabe. Los textos de las canciones están relacionados con las soldaderas, mujeres que acompañaban a sus maridos a la guerra, con el estereotipo del hombre abandonado por la mujer o con temas patrióticos.

EL MARIACHI
Uno de los conjuntos más habituales de son, característico de los centros urbanos, es el mariachi, el más importante grupo musical mexicano de folclore. Es originario de una región que comprende el triángulo formado por Cocula, Tecalitlán y Zacoalco, en el Estado de Jalisco. El nacionalismo posterior a la Revolución contribuyó de manera definitiva a su preeminencia, convirtiéndolo en fundamento de las raíces culturales. Durante esta etapa, el mariachi inspiró numerosas piezas; influyó, entre otros compositores, en Blas Galindo -Sones de Mariachi- y en Rafael Adame -Sinfonía folclórica, Concertino n.º 3 para guitarra y orquesta, en estilo de mariachi-. Asimismo, la industria de la radio y el cine determinó su popularización, desde los años treinta. En esta época el conjunto instrumental fue ampliado y se introdujo, asimismo, una solista femenina, de voz bronca, ataviada como soldadera.
El origen del término "mariachi" resulta muy controvertido. Al parecer, la palabra es una voz coca -habitual en el área de Cocula, Jalisco-, derivada del nombre "María", a la que se incorpora el diminutivo náhuatl "chi". De hecho, la lengua náhuatl alcanzó enorme desarrollo en la zona donde, según parece, tuvo su origen el mariachi. Otra teoría, actualmente descartada por carecer de base documental, atribuye a la palabra un origen francés, haciéndola derivar de la voz mariage ('matrimonio'). Los defensores de esta orientación basaron sus argumentos en dos suposiciones principales. Por un lado, en el área occidental del país, los conjuntos de cuerda folclóricos solían tocar en las bodas de los franceses que, entre 1862 y 1867, trataron de dominar México. Según otra versión, en los días de la intervención francesa, un grupo de soldados que presenciaba una fiesta de casamiento de unos rancheros, animada por un rústico conjunto de músicos, preguntaron por el sentido de aquella celebración. El intérprete contestó entonces: C' est un mariage ('es un casamiento'); desde entonces, los franceses siguieron llamando así no a las bodas, sino a las orquestas de pueblo.
Sin embargo, existen dos testimonios documentales fundamentales sobre la existencia del término, anteriores al Segundo Imperio. Este detalle invalidaría, por tanto, la teoría del origen francés del mariachi. En 1852, el padre Cosme Santa Anna, de Rosamorada, Jalisco, cuenta en una carta dirigida al arzobispo que las diversiones llamadas mariachis importunaban notablemente en los días sagrados. Según su relato, el sábado de gloria se hallaban en la plaza "dos fandangos, una mesa de juego" y numerosos hombres ebrios que, a pie y a caballo, escandalizaban con sus gritos; afirmaba el párroco que "esto es en todos los años" y que a esas diversiones "generalmente se le llaman por estos puntos mariachis". De la lectura del texto se desprende que, en aquellos años, era ya una costumbre antigua. Pocos años después, en 1859, el padre Ignacio Aguilar describe en su diario su estancia en Tlalchapan, Guerrero, con motivo de la fiesta de la Santa Cruz, el 3 de mayo de aquel año; alude allí a "las músicas o como allí se dice el Manache", un conjunto integrado por arpas grandes, violines y tambora.
Los instrumentos característicos del mariachi son dos o más violines, diversas guitarras de varios tamaños, trompetas -introducidas en los años treinta- y, a veces, clarinetes, flautas y arpas. No obstante, existe una enorme variedad en el tamaño de estos grupos, lo que determina la existencia de una amplia diversidad de instrumentos. A partir de su popularización, gracias a la radio y el cine, el mariachi moderno amplió su instrumentación, para incluir una sección llamada melodía -dos trompetas y varios violines- y otra que recibe el nombre de armonía -vihuela, guitarra, guitarrón y, a veces, arpa.
El mariachi ejecuta un variado repertorio de jarabes, sones jaliscienses, canciones rancheras, corridos, boleros y otros géneros. Desde los años treinta su evolución ha corrido paralela a la de la canción ranchera.
Durante la primera mitad del siglo XX la popularidad del mariachi se extendió hacia el centro de la República, Europa y Estados Unidos, gracias a la actividad de diversas agrupaciones, entre las que cabe mencionar la de Gaspar y Silvestre Vargas y la de Cirilo Marmolejo. El más popular de los mariachis es, sin duda, el Mariachi Vargas, fundado por Gaspar Vargas en 1898, director y guitarrista del grupo. En 1932 se hizo cargo de su dirección Silvestre Vargas. Tras establecer su sede en Ciudad de México, se convirtió en acompañante de los más notables representantes de la canción vernácula, entre otros, Lucha Reyes (1906-1944), Jorge Negrete (1911-1953) o Pedro Infante (1917-1957). El Mariachi Coculense fue fundado a finales del siglo XIX por José Santos Marmolejo y alcanzó notable celebridad bajo la dirección de Cirilo Marmolejo Cedillo (1890-1960). Con sede en Ciudad de México desde los años veinte, fue el primer mariachi que grabó un disco, en el año 1926.

EL CORRIDO

Aunque sus orígenes se encuentran en la época colonial -en el siglo XVIII el término aludía a un tipo de canto vernáculo característico de los Estados de Chihuahua, Guanajuato, Oaxaca y Guerrero-, en el siglo XX, el corrido designa de manera específica una balada de carácter narrativo, propia de diversos países de Hispanoamérica, interpretada con acompañamiento de una o varias guitarras. Al parecer, deriva del romance español, una balada épica de amplia extensión, estructurada en coplas, y de las décimas, que se imprimían en pliegos en el siglo XIX, como un modo de dar a conocer los sucesos de relevancia. Las décimas solían finalizar con una reflexión moral; algunos corridos tempranos escritos con esta forma métrica mantienen este rasgo.
El corrido alcanzó especial difusión en México, sobre todo en áreas del norte y el oeste del país, hasta convertirse en una de las manifestaciones musicales nacionales más vigorosas del siglo XX.
Desde el punto de vista temático, los protagonistas de los corridos son figuras heroicas relacionadas con episodios legendarios o tomados de la historia, así como con sucesos contemporáneos. En este sentido, la Revolución popularizó el corrido como una forma de difundir las hazañas de figuras como Madero, Zapata o Pancho Villa, de manera que el género quedó asociado -como el jarabe- a los sentimientos nacionalistas. Existen también corridos de carácter lírico, relacionados con amores apasionados y trágicos, de contenido religioso, de elogio de ciudades y, en general, con una amplia variedad de argumentos.
A veces, el cantante del corrido se acompaña él mismo con una guitarra o arpa; en otras ocasiones, el corrido se interpreta por un pequeño conjunto vocal e instrumental, formado este último por guitarra de seis cuerdas o guitarra con requinto. Con frecuencia, es cantado y ejecutado por el grupo musical característico de la canción ranchera y, en algunos casos, se incorpora una solista femenina de voz ruda.
Los textos de los corridos, interpretados de una forma directa, comienzan con una copla, normalmente octosílaba, que sirve para presentar la escena y para situar en el tiempo y el espacio el evento que va a ser narrado. Terminan con una despedida, que suele dar cuenta del autor o del cantante.

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